Cerré la puerta del frigorífico para no dejar salir el frío. Paradójicamente, abrí las puertas y las ventanas de la casa para dejar paso a las corrientes de aire, en pleno diciembre. En la calle, bueno, había bares abiertos, y gente tomando té que esquivaba el chaparrón. Podían ser las cinco de la tarde. Sí, casi seguro que eran las cinco de la tarde. Ese día había decidido no salir: me prometí escribir algunos relatos, o unos buenos poemas. Total, por ahí, callejeando, o de bar en bar, la náusea de la vida no me daría otras cosas que no fuesen relatos o poemas, que escribiría más tarde, en casa, sobre la colcha de la cama, con olor a camisón antiguo, aunque antiguo o no: camisón del tiempo, camisón de mujer joven, como un papel de regalo, un envoltorio, tal camisón, en fin, que deja su olor de miel virgen impregnado, a caso efímero, a caso simpatizante de mi amor enrabietado.
Contador
domingo, 28 de agosto de 2011
sábado, 13 de agosto de 2011
De lámparas sobre estampado verde.
Hay cosas entrañables que uno tiene que respetar, de una manera o de otra, como, por ejemplo, el cuadro que tengo delante mía. Está torcido, el cuadro, pero nada me hace pensar que puesto así, accidentalmente, seguro, sea feo. Está ahí, esto es, que es correcto. Ese cuadro, al ponerse de lado, no ha explotado, ni ha causado víctimas de ninguna manera, no, ese cuadro, el cuadro que tengo delante, sigue ahí en su sitio, iluminado por una lámpara de luz anaranjada, o quizás amarillenta, pero intensa, muy intensa. No sé, que he bebido un poco y, bueno, los colores, no los éso muy bien, quiero decir, éso, que no los analizo del todo correctamente. Pero el cuadro sigue ahí, oiga, que yo he bebido, pero su espontaniedad, su floritura, su luz, su aura, su abrigo de tonos verdes, en mitad de la pared, roja, burdeo, no sé, está impasible, y a mi me tiene apasionado, completamente extraño y entrañado.
Natalia
¿Cómo era Natalia? Guapa. Guapa y, bueno, bella, por dentro, por fuera, nunca dejaba de serlo, quería ella ser bella, seguro, nunca lo cuestioné, aunque parezca extraño, ella hacia esfuerzos por ser bella, por dentro y por fuera, y ¿quién lo cuestionaba? nadie, pero aún así ella no podía dejar de ser bella, ni de otra manera, porque estaba condenada a extender su belleza, más allá de aqui, y por detrás de los alambres, pasando por el mundo, hasta llegar al cielo, y al infierno, hasta llegar allí y, adonde iba, nadie cuestionaba su belleza, tampoco entre otras pequeñas dulcineas, porque su carita blanca, y sus labios rojizos, pasionales y tiernamente amorosos, calientes también, como sus manos, y esas venas azules que en ellas se veían, también en sus pies, sí, sí, era muy bella, aquella chica, aquella pequeña dulcinea sobresaliente, y nunca lo cuestioné, y su belleza era tal que aún me despierto pensando en su espalda, que aparecía cada mañana delante mía, entre los dragones y los aviones de mis sueños, y también de mis pesadillas, y aquella, preciosa mujer, niña a veces, era preciosa, como jamás nadie había sospechado, ella existía, y brillaba, palpitaba, también conmigo, en la cama, en el sofá, en el suelo, frío o caliente, tumbados, ella brillaba y palpitaba, palpitaba mucho, más que cualquier otra hembra del mundo, frío o caliente, hacía el cielo o hacia el infierno, sus suspiros transportaban su hermosura, y sus largas piernas, por Dios, aún las recuerdo, junto con sus suspiros, se volvían frías y también más hermosas, joder, ya lo recuerdo, y Natalía se dejaba querer por mí, sencillamente eso, y nunca cambié de idea al respecto, trabajaría por ella años e infinitas vidas enteras, sólo para darle placer y hacerle sentir fea de vez en cuando, dentro de su belleza hermosamente infinita, por Dios, Natalia, por favor, si existes, dime dónde estás o adónde fuiste...
miércoles, 22 de junio de 2011
Primer pasaje: viaje a las afueras del tiempo.
Parecía razonable aprovechar el calor, cuando el Sol no atizaba durante muchos meses, en aquellas tierras. Las cosas no andaban demasiado bien, pero tampoco exageradamente feas, así que, cuando no había nubes en el gran azul, salía sin dudarlo a los campos, quiero decir, que ya que tenía que hacerlo obligatoriamente, en estos casos lo hacía con la virtud y el vicio por delante.
Levantaba poco los pies, descalzos, al caminar por la ladera. Estaba bien sentir la hierba, era saludable. El color, verde, el de la hierba, se te contagiaba, y, de vez en cuando, uno se sentía menos exasperado. Habías de tener cuidado: en la alta montaña siempre el suelo aparece cubierto de rocío y, aunque tu frente se muestre cálida de cara a la primavera, tus pies estarán sumergidos en hierbas frescas, hierbas decodaras con pinceladas de agua, lo que te podría impedir dormir bien por la noche.
Así que viajaba montaña a través, de un pueblo a otro, portando troncos a la espalda, los que menos, y, otros, empujándolos a patadas. En este último caso mi oficio se hacía divertido, o quizás ameno, pues, cuando dejaba caer los troncos, perfectamente cilíndricos, desde lo alto de la ladera, bajaban a velocidad de vértigo, dando saltos vigorosos en cada bache, y haciendo salir de sus madrigueras a infinidad de animales, sobretodo liebres.
Aquello entonces fue mi concurso de cada día: troncos y animales descendiendo en carrera hasta llegar al río, donde los troncos se veían frenados por la maleza y el bambú, y donde los animales aprovechaban las piedras, resbaladizas, para cruzar a la otra orilla.
Yo seguía bajando, con los troncos a la espalda, botando sobre ella a cada paso, lo cual jodía bastante, pues dejaba heridas. Cuando llegaba al río, dejaba todos los troncos en el suelo y acercaba el resto, aquellos que habían participado en la carrera. Luego volvía a subir la pendiente, echando el culo hacía atrás, con la cabeza hacia adelante, por si pesaba y ello ayudaba a subir, aunque seguramente no, e iba a por más troncos.
Era dificil soñar que vivía en otro tiempo, en un mundo más rural, que tenía cuatro años más y que trabajaba con la madera. El lunes habría colegio y, esos troncos, robados del vecino, volverían a su sitio con el trabajo de un anciano jubilado. Otra vez el puto niño de la ciudad había tocado los huevos a los del pueblo.
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