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miércoles, 22 de junio de 2011

Primer pasaje: viaje a las afueras del tiempo.

Parecía razonable aprovechar el calor, cuando el Sol no atizaba durante muchos meses, en aquellas tierras. Las cosas no andaban demasiado bien, pero tampoco exageradamente feas, así que, cuando no había nubes en el gran azul, salía sin dudarlo a los campos, quiero decir, que ya que tenía que hacerlo obligatoriamente, en estos casos lo hacía con la virtud y el vicio por delante. 

Levantaba poco los pies, descalzos, al caminar por la ladera. Estaba bien sentir la hierba, era saludable. El color, verde, el de la hierba, se te contagiaba, y, de vez en cuando, uno se sentía menos exasperado. Habías de tener cuidado: en la alta montaña siempre el suelo aparece cubierto de rocío y, aunque tu frente se muestre cálida de cara a la primavera, tus pies estarán sumergidos en hierbas frescas, hierbas decodaras con pinceladas de agua, lo que te podría impedir dormir bien por la noche.  

Así que viajaba montaña a través, de un pueblo a otro, portando troncos a la espalda, los que menos, y, otros, empujándolos a patadas. En este último caso mi oficio se hacía divertido, o quizás ameno, pues, cuando dejaba caer los troncos, perfectamente cilíndricos, desde lo alto de la ladera, bajaban a velocidad de vértigo, dando saltos vigorosos en cada bache, y haciendo salir de sus madrigueras a infinidad de animales, sobretodo liebres.

Aquello entonces fue mi concurso de cada día: troncos y animales descendiendo en carrera hasta llegar al río, donde los troncos se veían frenados por la maleza y el bambú, y donde los animales aprovechaban las piedras, resbaladizas, para cruzar a la otra orilla.

Yo seguía bajando, con los troncos a la espalda, botando sobre ella a cada paso, lo cual jodía bastante, pues dejaba heridas. Cuando llegaba al río, dejaba todos los troncos en el suelo y acercaba el resto, aquellos que habían participado en la carrera. Luego volvía a subir la pendiente, echando el culo hacía atrás, con la cabeza hacia adelante, por si pesaba y ello ayudaba a subir, aunque seguramente no, e iba a por más troncos.

Era dificil soñar que vivía en otro tiempo, en un mundo más rural, que tenía cuatro años más y que trabajaba con la madera. El lunes habría colegio y, esos troncos, robados del vecino, volverían a su sitio con el trabajo de un anciano jubilado. Otra vez el puto niño de la ciudad había tocado los huevos a los del pueblo.